martes, 13 de mayo de 2014

Te detuviste en el paso de cebra. Entre dos edificios alcanzaste ver el mar a lo lejos antes de que cruzara un autocar de línea centro. Una brisa marina te acarició el rostro y se coló por el cuello de tu camisa hacia tu espalda donde te produjo un escalofrío que sentiste hasta en lo más profundo de tus antípodas. Seguiste tu camino preguntándote si era todo aquello lo definitivo, si no había algo más estimulante que eso. ¿Olería el mar igual en todas partes? No lo creías. De buena mano sabías que el pachuli estaba extendido por el globo y que podías apreciar incienso asiático en la península Ibérica. Te preocupaba la transparencia. Mostrar tu culo sin pelos y tu lengua con resquicios de clorofila. Lo demandabas fresco pero te lo estaban sirviendo caducado. Los kilómetros habían hecho que la carne perdiera firmeza y color. El olor no era fiable y tu te la olías. Pero te daba igual porque confiabas plenamente en que la economía la sostenían los poderosos y que para llegar hasta allí tenían que haberle dado al coco de alguna manera. Los listos. Esos que fueron niños. Niños crueles. Con esa mentalidad de autoproteccionismo claro era que el trasero ajeno estaba más cotizado que el tuyo propio. Pero te alimentabas bien y la grasa de tus nalgas te proporcionaba un efecto cojín al apoyarlo en superficies duras. Y es que, verídicos eran los casos de sinónimos de silbatos que habían pintado cuadros con líneas tan perfectas que hasta el pulso más sensible de un artista esquizofrénico sería incapaz de plagiar.

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